Publicado por: Ángel Rupérez


Un cuadro de Manet en el Louvre marca la pauta. Un suicida yace tendido en la cama. Es un motivo ligero, apenas subrayado en la gran película de François Ozon, pero que adquiere relevancia especialmente por el final. En medio se encuentra una peripecia de encuentros y desencuentros, verdades y mentiras que tienen como trasfondo la 1ª Guerra Mundial y la muerte en ella de Frantz, el único hijo de una pareja de alemanes – Frantz y Magda Hoffmeister - que viven desconsolados después de la muerte de su hijo en la guerra. La compañía de Anna, la novia del joven fallecido, sugiere una callada prolongación del dolor sin cura posible. Su vida rutinaria y dolorida, con el recuerdo del joven fallecido a flor de piel, cambia cuando aparece en escena un joven francés – Adrien Rivoire - que dice haber sido amigo de Frantz, en la época en la que este residió en París, justo antes de la Guerra.

Hasta que se revela la verdad, la novia y el amigo entran en una relación de complicidad que se rompe cuando aquel decide regresar a su país. La verdad queda oculta ante los padres, que se vuelcan en el perdón del joven francés y atajan así el odio a flor de piel que aún pervive en sus mentes. Como consecuencia del perdón, la joven novia, animada por sus suegros, va a París en busca del joven del que se ha enamorado…A partir de aquí, la película narra esa búsqueda y ese encuentro y la delicadeza fílmica sube de tono, con escenas de una calidad excelsa, puestas al servicio de un drama que refleja a la perfección el rostro de Paula Beer, sensacional actriz que encarna a la joven Anna.

El reencuentro imposible cava una nueva herida en la vida de Anna, cuyo rostro revive las emociones que la sacuden con una transparencia insólita, que nos hace pensar en el milagro de la interpretación. Su delicadeza dolorida produce una enorme pena en el espectador, que quiere vivir a su lado y proteger su destino. Es la magia de la ficción, que acarrea esas emociones que se cuelan en la psique sin poder hacer nada por evitarlas. Anna es muy próxima gracias al aura de la cámara – otro milagro del arte - pero está sola, y, a pesar de la emoción, no se puede hacer nada por ella. Su soledad le corresponde a ella sola, como suele ocurrir en la vida real de todos nosotros. Nuestra soledad es solo nuestra, y de nadie más. ¿Qué puedes hacer tú por evitarla? ¿Qué puedo hacer yo por evitar la tuya?

La película termina con Anna frente al cuadro de Manet en el Louvre. Otro momento excelso del poder de la cámara acercándose al personaje, solo en su contemplación. El suicida yace en la cama. Anna se levanta y se va, enfrentándose a la cámara, es decir, a nuestra mirada. No tengo ni idea adónde se dirige, tal vez a mi vida desconsolada por su drama. No puedo hacer nada por ella, pero me gustaría hacerlo. Su mirada, inmensamente acogedora, duele. Pero la soledad es suya, y le pertenece solo a ella. Y la mía me pertenece solo a mí. Y somos universos separados, y ella lo ignora todo de mí, y yo solo sé de ella que está sola y que no sé adónde se dirige después de haber visto el cuadro de Manet.


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