FRANTZ, o la gloria del cine07-01-2017
Un cuadro de Manet en el Louvre marca
la pauta. Un suicida yace tendido en la cama. Es un motivo ligero, apenas
subrayado en la gran película de
François Ozon, pero que adquiere relevancia especialmente por el final. En
medio se encuentra una peripecia de encuentros y desencuentros, verdades y
mentiras que tienen como trasfondo la 1ª Guerra Mundial y la muerte en ella de
Frantz, el único hijo de una pareja de alemanes – Frantz y Magda Hoffmeister - que
viven desconsolados después de la muerte de su hijo en la guerra. La compañía
de Anna, la novia del joven fallecido, sugiere una callada prolongación del dolor sin cura posible. Su vida rutinaria
y dolorida, con el recuerdo del joven fallecido a flor de piel, cambia cuando
aparece en escena un joven francés – Adrien Rivoire - que dice haber sido amigo
de Frantz, en la época en la que este residió en París, justo antes de la
Guerra.
Hasta que se revela la verdad, la novia y
el amigo entran en una relación de complicidad que se rompe cuando aquel decide
regresar a su país. La verdad queda oculta ante los padres, que se vuelcan en
el perdón del joven francés y atajan así
el odio a flor de piel que aún pervive en sus mentes. Como consecuencia
del perdón, la joven novia, animada por sus suegros, va a París en busca del
joven del que se ha enamorado…A partir de aquí, la película narra esa búsqueda
y ese encuentro y la delicadeza fílmica sube de tono, con escenas de una
calidad excelsa, puestas al servicio de un drama que refleja a la perfección el
rostro de Paula Beer, sensacional actriz que encarna a la joven Anna.
El reencuentro imposible cava una nueva
herida en la vida de Anna, cuyo rostro revive las emociones que la sacuden con
una transparencia insólita, que nos hace pensar en el milagro de la
interpretación. Su delicadeza dolorida produce una enorme pena en el
espectador, que quiere vivir a su lado y proteger su destino. Es la magia de la
ficción, que acarrea esas emociones que
se cuelan en la psique sin poder hacer nada por evitarlas. Anna es muy próxima
gracias al aura de la cámara – otro milagro del arte - pero está sola, y, a
pesar de la emoción, no se puede hacer nada por ella. Su soledad le corresponde
a ella sola, como suele ocurrir en la vida real de todos nosotros. Nuestra
soledad es solo nuestra, y de nadie más. ¿Qué puedes hacer tú por evitarla?
¿Qué puedo hacer yo por evitar la tuya?
La película termina con Anna frente al cuadro de Manet en el Louvre.
Otro momento excelso del poder de la cámara acercándose al personaje, solo en
su contemplación. El suicida yace en la cama. Anna se levanta y se va,
enfrentándose a la cámara, es decir, a nuestra mirada. No tengo ni idea adónde
se dirige, tal vez a mi vida desconsolada por su drama. No puedo hacer nada por ella, pero me gustaría
hacerlo. Su mirada, inmensamente acogedora, duele. Pero la soledad es suya, y
le pertenece solo a ella. Y la mía me pertenece solo a mí. Y somos universos
separados, y ella lo ignora todo de mí, y yo solo sé de ella que está sola y
que no sé adónde se dirige después de haber visto el cuadro de Manet.