Fugacidad02-03-2017
Casi al amanecer, con la gente
enfundada en sus abrigos invernales, con neblina en el cielo y una luz grisácea
envolviéndolo todo, veo desde el mirador de mi casa a una viandante cuya
peculiaridad no es la prisa, pues eso lo comparte con los demás viandantes,
sino el hecho de que lleva, sujeto a una correa, a un perro estiloso, que
parece ser un galgo, sumamente cuidado y reluciente. La aparición dura un
instante, es sumamente fugaz, como todo lo que ocurre en las grandes ciudades.
Es seguro que no volveré a ver a esa mujer joven, ella misma también sumamente elegante y estilosa aunque
de una elegancia sencilla, que es la elegancia por definición, la única posible
para mí.
Puesto que se trata de un instante pasajero, me quedo con la impresión
de que algo podría hacer por impedir que desapareciera del todo. Escribir es
muchas veces eso, un intento de sujetar los instantes a una temporalidad
duradera, que incluya la esencia en sí de lo desaparecido. De ese modo, al
volver a lo escrito, se sabe de sobra que el origen fue ese instante y, al
revivirlo, el instante permanece y la fugacidad no es tan fugacidad. Lo curioso
del caso es que esa mujer no tiene ni idea de esta cavilación mía, como tampoco
la tenían esas mujeres de las que hablaba Baudelaire en París y a las que
también se refirió Walter Benjamin, en su prodigioso estudio sobre el autor de Las flores del mal.
Es completamente inútil preguntarse sobre
esa mujer desaparecida que, sin duda, también representaba a la belleza fugaz.
La presencia del perro añadía una especie de sencillez a la sencillez que ella
ya llevaba en sí misma, en sus modales y en su vestimenta. Es seguro que una
mujer más ostentosa y más preocupada con su apariencia física hubiera dejado el
perro en casa o a cargo de alguien. El perro le quitaba esa deliberada majestad
que algunas mujeres buscan cuando pasean y eso era precisamente lo que me
atrajo de ella y lo que me cautivó, el hacer compatible su elegancia sencilla
con la sencillez inevitable del perro que llevaba de la mano, sujeto a una
correa.
Pensé en los pintores que pintaban antiguamente escenas callejeras, como
los impresionistas por ejemplo, los más obsesionados con la fugacidad y su
misterio. Captaban momentos de la vida que luego eternizaban con sus pinceles, a la vieja usanza. Luego, cuando
ves sus cuadros, te invade esa
temporalidad como una suave brisa que no quiere hacer daño aunque recuerde
siempre que no está para quedarse. Todas las brisas vuelan, incluso la del
fabuloso poema de san Juan de la Cruz, la que hería mansamente, con una
delicadeza mística. La escena que acabo de ver, como la de una brisa que acaba
de rozarme la piel, está ahí pero, a la
vez, no está, ya ha muerto. Estuvo y dejó de estar y lo que queda es ese fugaz
misterio de la representación que en un cuadro posible podría calar hasta los
huesos, como una lluvia menuda.
Cala hasta los huesos ese cuadro de Pisarro o de Monet o de Caillebote o
de Cézanne…En todos ellos el tiempo se hace oír y es su misteriosa melodía la
que vibra como una sacudida donde el corazón se ve sobresaltado, como si la
sangre se tambaleara y empezara a dudar de sí misma y pusiera en riesgo la
vida…¿Por qué? Porque la emoción es impresionante, porque nos duele que la
fugacidad sea un hecho, porque volvemos a revivir la fugacidad, porque nos
hubiera gustado estar allí y no estuvimos, porque nunca podremos volver a estar
allí, porque todos nuestros instantes están igualmente condenados, porque no
volveré a ver nunca más a la elegante y sencilla mujer que llevaba su perro
igualmente elegante y sencillo, porque Baudelaire lloró por eso y porque su
mejor intérprete, Walter Benjamin, también lo hizo, aunque con más rodeos y más
parapetos, pero lo hizo, y porque yo también lloro sin remedio porque soy
fugacidad y esa mujer es fugacidad y la fugacidad deja heridas…