MUJER QUE LEE04-02-2018
Cuando voy a bajar los estores
del salón al anochecer, veo que una vecina de la casa de enfrente está leyendo
(calle Viriato, barrio de Chamberí, Madrid). La he visto con frecuencia en esa
posición, con una pose muy digna y
noble, que transmite mansedumbre e interioridad doméstica, como en los cuadros
de los pintores holandeses del XVII que tan bien supieron captar esa dimensión
suprema de la vida, quizás la más suprema de todas. ¿O qué era sino suprema
sencillez del día a día la leche suprema que volcaba aquella suprema señora
campesina en el supremo cuadro de Vermeer? Aquellos pintores supieron atrapar esa emoción del instante en el que la vida
parece concentrada en el aprovechamiento máximo del tiempo, sin desperdiciarlo,
entregándose a él, dominándolo a base de exprimir todo lo que puede dar de sí, deteniéndolo,
pero no suprimiéndolo, sin pedirle
cuentas ni echarle nada en cara, como suele ocurrir con todos los que le acusan
de ser un expoliador en sentido contrario, en el sentido del saqueo a que
somete a nuestra vida.
Cuando escribimos
poemas – al menos yo – lo hacemos exactamente por eso y para eso: para
averiguar qué hay detrás de un acontecimiento al que llamamos emoción que se traduce en una atención súbita y
penetrante, observando, mirando,
sintiendo algo pero sin saber muy bien qué es (alegría, dolor, entusiasmo,
agradecimiento, sorpresa, arrobo, incredulidad, exaltación…) De ese modo, al escarbar
y escarbar, pretendemos (pretendo) conocer, desentrañar, llegar al fondo, pero
también pretendemos (pretendo) convertir
en perdurable lo que por naturaleza es pasajero. Es el eterno sueño de la
duración, inserto en todas las empresas artísticas, sea el arte que sea, no importa, porque todos son
iguales en ese sentido.
Pues bien, esa mujer
que lee enfrente de mi casa, cuando ya declina el día y las lámparas empiezan a
encenderse, representa uno de esos
momentos que aspiran a permanecer porque
combinan sencillez y calma, interioridad y suavidad, tranquilidad y
paz, suavidad e introspección, silencio y hondura, acogimiento y bondad…
¿Qué pintor podría
pintar ese cuadro? De entre los pintores que admiro, pienso en Edward Hopper,
que tiene varios cuadros en los que las
mujeres – y no los hombres – leen. Algunos de esos cuadros se parecen muchísimo
a la escena que acabo de observar en frente de mi casa, aunque cambien
drásticamente los matices y las circunstancias. Uno de esos cuadros se titula Hotel Lobby, y en él una mujer joven lee
sentada en un sillón en el hall de un hotel, absorta, ajena al mundo que le
rodea, como sucede siempre que leemos, que dejamos este mundo y nos sumergimos
en otro, que tal vez no exista en absoluto pero que tiene algo en común con el
que realmente habitamos.
Conociendo a Hopper, habiendo leído cosas
sobre él y declaraciones suyas sobre su oficio de pintor, es seguro que observó
con sus propios ojos esa escena, y que le atrapó, porque le fascinó, porque no
supo qué pasaba y sabía lo que pasaba, porque tenía que averiguar pintando qué
había detrás de algo tan sencillo como un acto de lectura llevado a cabo por
esa mujer joven, vestida con una vestido veraniego, azul verdoso, escotado, y
portadora de una melena rubia recogida detrás de la oreja. ¿Qué hay detrás de
ella? ¿Qué ofrece y oculta a la vez esa joven? Hay una especie de tranquilidad máxima en su compostura, una serenidad,
una concentración, un ensimismamiento, y también hay una belleza en ese cruzar
las piernas que no espera ninguna mirada, porque no hay más mundo alrededor que
ella misma (el señor que aparece al fondo no la mira, está en otro mundo, en su
particular mundo, el peculiar e inaccesible mundo de los personajes de Hopper).
El misterio de la
lectura, el misterio de la vida, el mundo interior y exterior fundidos, la
inaccesibilidad del mundo interior, la accesibilidad del mundo exterior, lo que
ella piensa y siente, lo que nosotros – que la vemos – pensamos y sentimos…O
sea, Hopper celebró, con su grandeza, el acto sencillo de la anónima mujer que
lee frente a mi casa. La edad que separa a ambas mujeres es un dato accesorio,
de no ser que hiciéramos hincapié en la sensualidad que irradia la mujer de
Hopper. Pero esa sensualidad está sometida al acto de la lectura en sí, que,
repito, es ajeno por completo al mundo, y recuerdo que la sensualidad necesita
una cierta voluntad de mostrarla a los otros y uno de esos otros dispuesto a captarla, hacerla suya y entregarse a ella
(como pura delectación estética o como deseo insatisfecho).
Aquí lo que está en juego por encima de
todo es el acto íntimo de leer, ese recogimiento, esa interioridad, esa
introspección, ese ensimismamiento, esa cordialidad e incluso esa hospitalidad.
Quien lee así crea un mundo que invita a situarse en él, para compartir esa
experiencia, para convivir con ella, para ser parte de ella. Esa mujer que lee
frente a mí, en ese cuarto de su casa, tan ensimismada, es una invitación a ser
parte de ese mundo, quizás el mejor de los mundos posibles.