RUIDOS
02-08-2019

Publicado por: Ángel Rupérez


Estoy sentado en el cuarto pequeño que simula una pequeña biblioteca y que da a un patio que me hace pensar en la sobriedad absoluta, casi en el carácter de un encierro monástico. Estoy leyendo un libro que acabo de comprar en la Gran Vía, a un euro, titulado Después de Nietszche, de Giorgio Colli, segunda edición, 1988, un año decisivo para mí, porque en el otoño de ese año, el mes de noviembre, creo recordar, o a finales de octubre, conocí en su casa de Lagasca a Claudio Rodríguez, figura decisiva en mi vida, a todos los efectos. Mientras leo con mucho interés sobre otra de mis pasiones, el filósofo Nietzsche, mi guía en tantos y tantos aspectos, el que más me ha enseñado sobre la naturaleza humana de todos los filósofos, junto con su maestro Montaigne, me llegan del patio ruidos que se entremezclan y que alertan al oído, uno de los sentidos por donde entre el mundo en mi conciencia, ajena en lo posible a las abstracciones y muy atenta a la información que le porporcionan los sentidos vigilantes, fuente de conocimiento para mí ( y para mi maestro John Keats) y para el propio Claudio, igualmente mi maestro. Me aparto por un instante de la lectura, presto atención a los sonidos que son agua que corre, no sé de dónde, de un grifo supongo, de una manguera que no veo, alguna que otra voz, intermitente, de niños que ponen claridad con su voz al mundo, y una música que llega lejana, indescirnible casi. El oído se recrea en esa mezcla y la conciencia decide que es agradable, que encaja perfectamente con el mundo de la lectura y con la luz que curioamente empieza a declinar por esta parte del mundo, donde el patio ostenta credenciales de monasterio. Bien, la vida es exactamente así, en su presente esplendoroso. Me asombra que Giorgio Colli diga que no existe el presente, lo único que existe, aunque sea frágil y dispuesto en seguida a dejar de ser. Pero ¡es!, absolutamente es. Es más, la conciencia del presente es la que garantiza la plenitud del mundo y de la vida. Te aferras a ese presente como un lapa, y chupas de él la sangre que corre por sus venas. Por eso los ruidos son su sangre y mi sangre corre con esa sangre transfundida en mí, por la que soy feliz, sencillamente feliz, sin pedir más a la vida que esta clase de vida monástica donde una clase de música consigue hacerse oír, junto con la voz de Nietzsche, que es una forma de imperecedera eternidad.


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