Shakespeare y Freud06-01-2017
Vi ayer una buena representación
de Ricardo III de Shakespeare en el Teatro Español de Madrid. Prefiero esas
dramaturgias modernas antes que las que se ciñen estrictamente a la
historicidad ambiental. Diversos estilos vestimentarios, incluso
contradictorios entre sí, unos grandes baúles a modo de todo mobiliario, además
de un piano moderno que decantaba con sus pinceladas líricas todo el aire de
tragedia que ensangrentaba sin cesar el
escenario, junto con ciertos tintes de musical y unas suaves luces que iban
cambiando de tono e intensidad, según el momento de la tragedia. Todo ello para
encauzar el juego de los actores,
abocados a dar vida a una violencia
loca y gratuita que nos pasma, sino fuera porque, en cuanto abrimos los ojos y
regresamos a la realidad – Madrid, invierno, 2017 recién estrenado, luces navideñas aún
vigentes en las calles – nos damos cuenta de que Shakespeare, aun escribiendo a
finales del XVI y refiriéndose a la atormentada historia de Inglaterra – con
algunos visos de realidad histórica -, está hablando también de la enloquecida
y bestial historia del siglo XX y aún del XXI, en la que han abundado tipos
cuyo deporte favorito ha sido matar por matar, como fue el
caso del siniestro Ricardo III, antes Duque de Gloucester, en una Inglaterra de
hacia 1480.
Ahora bien ¿por qué mata como mata Ricardo
III? Sin duda por ambición, claro está, que es un motor muy conocido para
comprender las peores fechorías al alcance de los seres humanos. Sin embargo, el
monólogo inicial de Ricardo, con sus sugerencias sexuales, puede que también explique su frenesí perturbado como una inmensa
venganza contra la deformidad de su cuerpo, que – como él mismo dice – lo excluye de los
placeres sexuales comunes. Si lo tradujera como a mí me apetece, parecería una
escena de sexo caliente. Las autoridades shakespearianas dan vía libre para
hacerlo así, al menos según la edición de la RSC (Royal Shakespeare Company),
Houndmills, MacMillan, 2007, p 1305. Pero me voy a limitar a parafrasearlo
(igual más tarde cambio de opinión).
Habla Ricardo, Duque de Gloucester: “Ahora
que el invierno de nuestro descontento/ el hijo de YorK ha trocado en verano
esplendoroso…”, en ese instante de paz en que los otros pueden entregarse al
placer con ninfas muy sexys que los esperan envueltas en música de laúd, yo,
deforme, “no estoy modelado para gozar del sexo…Yo, así rudamente
conformado…deforme, inacabado…que hasta los perros me ladran cuando paso su
lado…” Yo, el excluido, yo, el marginado, yo, el apestado… A partir de esa
conciencia atormentada de su deformidad empieza toda la truculenta seria de
asesinatos que él promueve, sin duda para alcanzar el poder pero también para
vengarse de su mala suerte, a la que los espejos y las mujeres dan rienda
suelta después de su catastrófico nacimiento.
Ese es el lado shakesperiano del asunto, la novedad psicológica, si se
puede decir así. Como todos los grandes escritores, una fuerte dosis de
conocimiento del hombre asoma detrás de sus escritos, y este es el caso. Eso no
nos lleva a compadecer a Ricardo III, ni siquiera a comprenderlo, pero sí, tal
vez, alcanzar a ver el sufrimiento que le condujo a la monstruosidad de su
conducta asesina. Hacer del sexo negado el motor de sus crímenes es parte del
prodigio skakespeariano, al menos si atendemos a ese monólogo inicial que –
insisto - no me atrevo a traducir como a mí me gustaría. De ser así,
¿Shakespeare es un antecesor de Freud?