Árbol de Navidad28-12-2016
Yo me dejo llevar por un raro
sueño cuando miro un árbol de Navidad.
Cuando digo sueño quiero decir suspensión de toda credulidad e inmersión
en un mundo irreal que no sé exactamente
en qué consiste. Las luces me enganchan y me atrapan regalándome un instante de
fascinación que, al no tener apenas contenido, me deja luego tirado, como si
hubiera sido todo el efecto de un mago sabio en engaños. Sin embargo, no le
reprocho nada a ese ilusionista porque me
dejo de nuevo enganchar por el atractivo de esos diminutos parpadeos que parecen despliegues
de universos al alcance de la mano. Fáciles
estrellas, no como las otras, que son tan lejanas y tan inaccesibles. También
nos pueden hacer soñar pero a base de suponer que en ese lejanía habrá un día
un lugar para nosotros, los eternos soñadores.
Lo alto señala el horizonte de nuestra más remota esperanza pero…En
cambio, las estrellas del árbol parpadeante son tan cercanas y tan prometedoras
que parecen realidades a punto de declarar todos sus secretos. ¿Serán señales
de divinidad anhelada? ¿Realmente es la divinidad cristiana el contenido? Vamos, acércate, toca, mira, palpa, déjate
embaucar, viaja de nuevo a ese cálido umbral donde refulgía nítido no un
anhelo, sino una realidad palpitante. El corazón, el corazón, lo tengo, lo
tengo…
Es seguro que todo arranca de la infancia, de cualquier remota cosecha
que contenía promesas que producían especiales esperanzas. No sé, un sueño revelador de eternidades arraigadas
en el corazón humano, a salvo de desperdicios y corrosiones de cualquier tipo. Sin
embargo, cuando llegó la época de la razón que todo lo quería para sí, se
empezaron a tambalear esas promesas y quedaron reducidas a cenizas humeantes.
¿Fue eso? ¿Ocurrió así? Pudiera ser que hubiera un momento en que el árbol
fuera sacudido acerbamente con la intención de tirar las luces por el suelo y
con ellas todos los adornos y todas las promesas. Como si ese converso a la nueva
luz de la razón necesitara arrasar con
todo lo que contuviera engaños o
promesas incumplidas, aunque fueran productos de la inocencia. Pero la inocencia entonces no valía apenas
nada, porque la experiencia lo reclamaba todo para sí. La experiencia era
amarga pero real. La inocencia era dulce pero engañosa. Pudiera ser que fuera
así, y que ese estado de incredulidad perdurara años y años.
De acuerdo, pero al leer un poema de T.S.Eliot, cuyo título simplifico
como Árbol de Navidad, caigo en la cuenta de
que yo voy ahora por el camino de ese
poema, aunque sin saberlo exactamente. Mejor dicho: no sabía que yo iba por ese
camino pero cuando leí – y hasta traduje – ese poema, me di cuenta de que esa
voz era también – en parte – la mía. Es la voz de una ilusión infantil que debe
prevalecer por encima de todo, por encima de la conciencia de la muerte, la
conciencia del fracaso o cualquier otro asomo de realidad que oscurezca
peligrosamente la existencia, dejándola sin argumentos para justificarse a sí
misma y a su posible grandeza. Me quedo con esa parte del poema: “Al niño le maravilla el Árbol de Navidad:/dejad
que perdure ese espíritu de asombro…/de modo que el resplandeciente arrobo, el
entusiasmo/ del primer Árbol de Navidad recordado,/…de modo que la reverencia y
la alegría/ no puedan olvidarse…” El
poema sigue y se introduce por otros vericuetos más alambicados, quizás más
confusos, pero para mí esa es la
parte que mejor me representa cada vez
que pongo el árbol en casa y me lo quedo mirando como si fuera un misterio, con
toda su sencilla quietud a la espera de miradas que se concentren en su
parpadeo, que es un mensaje que se pierde y se recupera, que vuelve y
desaparece, como si el viento soplara, hiciera temblar las llamas, las
inclinara peligrosamente y luego pasara y dejar el resplandor nítido para los
ojos ilusionados.