Entre Burgos y San Leonardo de Soria
Nací en Burgos en 1953 y pase mi infancia entre esta ciudad y San Leonardo, un pueblo de la provincia de Soria, rodeado de pinares, que Antonio Machado menciona en la versión en prosa de La tierra de Alvargonzález: "Llegados a Cidones, nos apeamos el campesino y yo, despidiéndonos del indiano que continuaba en la diligencia hasta San Leonardo...". Mi memoria ha conservado un nítido arsenal de impresiones de ese pequeño pueblo y sus paisajes, muchas veces presentes - de una manera recurrente además - en bastantes de mis poemas. Ese nombre, San Leonardo - junto con el despliegue de emociones que desencadena en cuanto reaparece en mi memoria -, siempre me ha hecho pensar, inevitablemente, sin el "san", en el otro Leonardo, el pintor e inventor italiano, originario de Vinci, localidad situada en la Toscana. ¿Por qué esa asociación? Porque entre la Toscana y Castilla - región a la que pertenece San Leonardo - he percibido en ocasiones algunos parecidos, especialmente en la versión más suave de Castilla, la de las laderas onduladas, las frondosas vegas de los ríos, los esplendorosos cereales veraniegos, las cromadas cuadrículas otoñales de tonos verdosos y marrones, en sucesión también suavemente ondulante y a veces netamente llana, de vastos horizontes. Toscana me ha parecido en ocasiones una Castilla sin yermo, con trigales, vegas y arboledas y ríos que las riegan. En mi poema Conversación en junio, perteneciente al libro de título homónimo, se puede leer: "Un claro hábito, como abrir las ventanas, dejar que entre la luz,/solicitar reposo, sentir en comunión los vuelos rasos,/y ser la levedad del alma atravesada por el aire./ Hablamos de Castilla como de una necesidad en el verano./¿Toscana algo salvaje? ¿Toscana amenazada por el yermo?. Hasta en mi último libro de poemas, Sorprendido por la alegría (2013), hay fuertes retornos a ese escenario de memoria y de infancia. De hecho, la sección primera de este libro, titulada Cimientos, hurga enteramente en imágenes cuyo origen se remontan a ese pueblo que, en cierto modo, es el eterno retorno de mi vida, a modo como lo fue Sligo para Yeats o el paisaje que rodeaba a Tintern Abbey para Wordsworth o Moguer para Juan Ramón Jiménez. El poema Lo que nos cuesta comprender, del citado libro, recrea una escena imborrable, atesorada en la memoria infalible (la que jamás falla con respecto a lo esencial): el día de Todos los Santos, los jóvenes de esa localidad y hasta los niños - yo mismo - agitaban desde una colina botes ardiendo para invocar a los muertos, representados por esas llamas que los atraían a la vida: "...rasgan los botes la noche con sus agitados resplandores/y algo parecido a la alegría saluda a la muerte desconocida".
Burgos
En 1963 nos trasladamos definitivamente a Burgos, ciudad en la que vivían mis abuelos y en la que estudié Bachillerato en los Institutos Cardenal López de Mendoza y Conde Diego Porcelos. El primero era un viejo edificio de austera belleza renacentista por fuera aunque algo destartalado y frío por dentro ; el segundo, era un edificio de reciente construcción, más bien anodino, sin ningún encanto especial, ni por fuera ni por dentro.
Aparte de algunos inolvidables profesores - dos, tres, no más -, recuerdo sobre todas una cosa de ese centro: de su biblioteca soleada saqué El castillo, de Kafka, en la edición de la editorial argentina Emecé. Si apenas tendría 15 o 16 años, ¿por qué Kafka? ¿Quién me proporcionó esa pista? No lo recuerdo pero lo cierto es que el inmenso escritor praguense me ha acompañado desde entonces y se ha convertido para mí en una referencia modélica desde todos los puntos de vista.
Catedral de Burgos
Ríos y puentes
No hay ríos sin puentes y Burgos capital tiene varios, y es normal atravesarlos día a día, por cualquier razón. Mirar el río desde los puentes es también un gesto burgalés cotidiano que reverbera como impresión cardinal desde la distancia, sin significado alguno. Se trataba de mirar el agua y verla discurrir como algo natural, sin misterio, sin trascendencia, sin emociones añadidas, solo con una delectación ingenua e inocente, parecida a la que surge de todas las miradas embelesadas de la infancia. Quizás las emociones las crea luego la distancia cuando se interroga sobre ese gesto siempre repetido, como si el tiempo originario de las miradas -infancia, adolescencia, juventud - se negara a desaparecer al ser propietario de una inclinación inocente y genuina, la de mirar al agua que discurre y se aleja, como todo lo humano.
Uno de esos puentes para las miradas en esa ciudad de puentes tiene nombre filosófico: el puente Ortega y Gasset. Otro tiene nombre de santo: el puente San Pablo. El que tenía que atravesar para llegar al Instituto ¿qué nombre tenía y tiene? Es un puente sencillo, casi una pasarela, y recuerdo el roce de la mano sobre la superficie metálica del pretil, color chocolate abrillantado y desgastado. También recuerdo las miradas: el agua aceleraba su curso al bajar por una pendiente artificial, simulando una doméstica cascada, en la que reverberaban los lomos de los peces. La paz entonces se abría, el mundo se ensanchaba, la quietud triunfaba, la mirada conquistaba sus paraísos particulares, nunca desaparecidos, hasta el día de hoy.
Valladolid, Universidad
Estudié Filosofía y Letras - especialidad de Filología Románica - en la Universidad de Valladolid. Viví durante dos años en el Colegio Santa Cruz, una residencia universitaria pegada al Palacio Santa Cruz, un excelente exponente de la arquitectura renacentista castellana. Para ir a la universidad tenía que recorrer los jardines del colegio y atravesar el patio del Palacio. Imposible olvidarlos a los dos, jardín y patio, entremezclados los dos en el sentimiento que captó en su día una especie de tranquilidad silenciosa, de pasos y murmullos congelados, de miradas y pensamientos fosilizados pero en absoluto declinantes y perecederos, sino vivos en su discreto silencio, en su discreta actualidad.
La iglesia de La Antigua también formó parte de mi paisaje cotidiano durante años pues, al cambiarme de residencia, debía pasar a su lado cada vez que iba a clase. En uno de mis libros de poemas, el titulado Río eterno (2006), reaparecen algunas de esas trayectorias y fijaciones. La memoria nunca traiciona y siempre es fiel.
Dictadura brutal, universidad libre
El curso 1974-1975 se vio sobresaltado por el cierre de las facultades decretado por el gobierno de Franco como consecuencia de la oleada de protestas estudiantiles contra su régimen que se produjeron aquel año. Privados de enseñanza, los estudiantes organizamos una especie de universidad paralela que puso en pie activos grupos de trabajo y seminarios especializados, totalmente autogestionados, en los que desplegamos una especie de enseñanza libre, liberada de las mohosas y oscuras jerarquías universitarias de aquellos lúgubres años del último franquismo. Recuerdo una de aquellas clases de aquella improvisada universidad paralela en la que hablé a mis compañeros de Crítica y verdad, un polémico panfleto de Roland Barthes que se acababa de publicar en español. No sé si entendí de verdad el meollo de la cuestión que planteaba ese libro pero, años más tarde, Barthes fue motivo de algunas de las reflexiones que compartí con mis alumnos en mis clases de Teoría de la Literatura en la Universidad Complutense de Madrid. Por aquel entonces, uno de los profesores de la Facultad de Letras fue Víctor García de la Concha, quien se entusiasmaba en clase explicando El Cantar de Mío Cid, Los milagros de Nuestra Señora, Libro de Buen Amor, La Celestina, entre otras maravillas de la literatura medieval española. En una de sus críticas a uno de mis libros - concretamente Conversación en junio (1992) - García de la Concha ha recordado la circunstancia del cierre dictatorial de la Universidad e incluso ha llegado a poner ese nombre generacional a algunos poetas y escritores que vivimos esa experiencia.
Vivir en Barcelona
Durante los cursos 1980-81 y 1981-82 di clases, como profesor de Lengua y Literatura, en el Instituto Arrahona, de la ciudad de Sabadell, lo cual me permitió residir durante esos años en Barcelona. Acudí inicialmente a mis clases en un
tren que parecía sacado de una época pretérita, demasiado lejana, con cierto aire de crepuscular confort, muy venido a menos pero aún hermoso.Los asientos eran de terciopelo verde, creo recordar, y cuando investigué alguien me dijo que aquellos vagones los habían traído de Chicago, la ciudad norteamericana en los que habían servido tal vez en la época en que Saul Bellow iba y venía en los trenes de la ciudad o, si no él, si Augie March, el asombroso personaje que creó para contar la vida de aquella ciudad fascinante.
Instituto Arrahona, nombre latino de la ciudad de Sabadell
Barcelona me deslumbró a pesar de que ya empezaran por entonces a notarse ostensiblemente las primeras manifestaciones del nacionalismo castellanófobo (o españolófobo). Un solo detalle: la cabinas telefónicas de mi calle - la calle Legalidad, Barrio de Gracia - tenían las instrucciones de uso en catalán, inglés y francés, pero no en castellano, lo cual significaba que una persona castellanohablante podría tener dificultades para entender las instrucciones en caso de necesidad. Otro detalle: una encantadora barcelonesa a la que acababa de conocer me hizo el favor de llevarme en su coche desde la Meridiana a mi barrio. Yo llevaba solo unos días en Barcelona y,en el trayecto, usó exclusivamente el catalán. Aunque se lo pedí, en ningún momento quiso utilizar el castellano como lengua franca que nos facilitaba a los dos la comunicación. Su argumento inapelable fue: "Acostúmbrate, tienes que sumergirte en la lengua catalana..." "Pero, escucha, resulta que..." "Acostúmbrate..." "Si, pero..." "Acostúmbrate..." y mantuvo su apuesta hasta el final del trayecto. Por lo tanto, sacrificó la comunicación entre nosotros al imperativo de la normalización lingüística que ella tenía en la cabeza. ¿Fue lo mejor para lo dos? No: fue lo mejor para una idea convertida en dogma.
A pesar de esos y otros detalles, Barcelona sobrevivió perfectamente a esos asedios y fue capaz por si sola de surtir impresiones incontaminadas a quien solo buscaba en ella intimidad de paseante que miraba y escrutaba con atención lo que veía. Para ese solitario intercambio, fructificado en paseos sin fin, Barcelona era - y es - una ciudad portentosa, quizás porque en ocasiones respiraba - y respira - por si sola extranjeridad hospitalaria y misteriosa, en absoluto vinculada a ninguna clase de proyecto identitario, por naturaleza excluyente.
Si vuelvo a esa ciudad, se agita el corazón como si me esperara allí algo que no conozco aún y que se parece a lo que conocí en su día, aun sin conocerlo del todo.
De los lugares de entretenimiento a los que acudía, únicamente merece la pena que recuerde un bar: el Zig Zag, situado en la calle Platón, en el barrio de Sarriá, la patria chica del poeta JVFoix. Solo en ese lugar se podía escuchar la música moderna que ya por aquellos años se escuchaba en Madrid, siguiendo el revolcón new wave que se había apoderado de tanto del Reino Unido y como de USA. Madrid se había enterado de eso - la dichosa movida - pero Barcelona no. Solo el Zig Zag, mítico en mi memoria, desmentía esa realidad. Fue un islote liberador. Allí pinchaban a Elvis Costello o The Cure, entre muchos otros. Nunca perecerá por eso.
Bar Zig Zag, el único santuario moderno en la Barcelona grisácea de 1980.
La única movida barcelonesa tuvo lugar allí.
Allí podía oírse la nueva música británica y americana:
Elvis Costello, Squeeze, The Clash, New Musik, The Cars...
El resto de la ciudad era hipismo trasnochado.
Vivir en Madrid
De Barcelona - huyendo en cierto modo de ese nacionalismo que ya enseñaba inconfundiblemente sus colmillos afilados - me trasladé a vivir a Madrid, donde ya había pasado el curso 1979-80, dando clases en el Instituto Emperatriz María de Austria, de nombre tan imperial y austrohúngaro. De regreso de mi aventura barcelonesa, mi destino fue inicialmente Alcalá de Henares, y concretamente el Instituto Pedro Gumiel (gran arquitecto alcalaíno) y de allí pasé al Instituto Isaac Newton, situado en la parte norte de Madrid.
Editorial Trieste
Coincidiendo con mi regreso de Barcelona - curso 1982-1983 -, apareció mi primer libro de poemas, En otro corazón (1983), en la Editorial Trieste, cuyo propietario era Valentín Zapatero y A.Trapiello su director literario. Dos años después apareció en esa misma editorial mi segundo libro de poemas, Las hojas secas (1985) y, a continuación, Lírica inglesa del siglo XIX (1987), una reivindicación del Romanticismo inglés - William Wordsworth, S.T.Coleridge, John Keats, P.B.Shelley et alia - en unos tiempos en que la moda, bajo la influyente batuta de T.S.Eliot en España, prefería la poesía de los metafísicos del siglo XVII (John Donne, Andrew Marvell, George Herbert...).
Lírica inglesa del siglo XIX
Ese libro se gestó en una reunión que tuvo lugar en la casa del editor Valentín Zapatero, por desgracia ya desaparecido. Acudimos a ella A.Trapiello, J.M.Bonet y yo mismo.
Estoy seguro de que la reunión tuvo lugar en la primavera ya avanzada - recuerdo la luz que entraba con fuerza en el salón del apartamento del editor -, y creo que corría el año 1985.
Frente a otras opiniones de los allí presentes, más proclives a la moda reinante
que había entronizado a los poetas ingleses del XVII - los llamados Metafísicos -, yo defendí la oportunidad de volver a los románticos, con una acogida entusiasta e inmediata del editor, el difunto Valentín.
Para encargarme del proyecto puse una condición: el libro debía ser bilingüe. Valentín aceptó sin rechistar y yo me puse a trabajar.
Al cabo de dos años, y no sin ciertos contratiempos - de los que prefiero no hablar, al menos por ahora -, el libro apareció en 1987 con un diseño de una maravillosa austeridad y una gran elegancia, en todos los sentidos: portada, papel, tipos de letras...
Portada de la primera edición de Lírica Inglesa del S.XIX
(1987), editorial Trieste
Claudio Rodríguez
En 1989 conocí al poeta Claudio Rodríguez, quien, en 1990, me invitó a leer poemas en una jornada poética que tuvo lugar en el Palacio Real, en el marco de la siguiente idea: un poeta que había publicado su primer libro en los años 50 invitaba a un poeta que había nacido precisamente en esa década.
Mantuve una sincera y respetuosa amistad con el autor de Don de la ebriedad hasta la muerte de este acaecida en 1999.
Lo que aprendí en el trato directo con Claudio Rodríguez forma parte de lo más importante que he aprendido nunca jamás sobre el fenómeno misterioso de la poesía verdadera.
Su ejemplaridad ética en relación con la creación poética en sí misma me sigue pareciendo un regalo al que tuve acceso gracias a conversaciones, paseos y actos literarios en los que le acompañé.
Al estudio de su Obra he dedicado algunos de mis esfuerzos en forma de críticas de periódico, ensayos aparecidos en revistas y prólogos para antologías de sus poemas.
Esa ha sido mi forma de expresar la absoluta admiración que siento por su Obra, sin duda una de las más relevantes de la poesía española de cualquier época.
Diario 16: Culturas
Mi actividad como crítico empezó en el suplemento Culturas del desaparecido Diario 16, cuando era aún su director el poeta,ya fallecido, J.M.Ullán.
En esa excelente publicación aparecieron artículos míos sobre Lord Byron, Alexander Pope, T.S.Eliot, o críticas sobre libros de Joyce, Stendhal, Joseph Brosdky, J.M.Coetzee o Martin Amis, entre otros.
Guardo un gran recuerdo de esa publicación, por más que, una vez que se fue Ullán, no fueron pocos los problemas que surgieron con la persona que le relevó en el cargo.
Un ejemplar de Culturas - en el que colaboré -
dedicado al poeta T.S.Eliot
Revista Buades
Antes que en Culturas, mis primeros artículos de crítica literaria aparecieron en una fabulosa revista de arte llamada Buades.
Se llamaba así porque era el órgano de expresión de una galería de arte homónima que estaba situada en la calle Claudio Coello. Chiqui Buades era el propietario - le recuerdo siempre afable, con una voz ligeramente ronca de fumador empedernido (¿me engaña la memoria?) - y J.M.Bonet jugó un papel esencial en la orientación de la publicación.
De hecho, fue este último el que me invitó a colaborar en la revista y lo hice con un artículo sobre Patrick Modiano.
El genial diseño de la revista fue obra del malogrado Diego Lara. Otros artículos míos que aparecieron en esa publicación los dediqué a Ezra Pound o al pintor Pierre Bonnard.
La foto de la portada es de Alfred Stieglitz
El País: Babelia
En 1990 empecé a colaborar en el suplemento Libros del diario El País, poco tiempo antes de que se convirtiera en el actual Babelia.
Desde entonces he publicado numerosas críticas sobre poetas españoles -San Juan de la Cruz, Juan Ramón Jiménez, Claudio Rodríguez -, hispanoamericanos - César Vallejo, José Asunción Silva, Octavio Paz - o extranjeros - Emily Dickinson, Walt Whitman, T.S.Eliot, Charles Baudelaire, Stephane Malarmé, Paul Celan, Seamus Heaney...
Igualmente he colaborado en ese mismo periódico con artículos de opinión, de viajes (Berlín, Hiroshima, Moscú, San Petersburgo, México...) o con obituarios (Claudio Rodríguez, José Hierro, Eugenio de Andrade, Mark Strand, Seamus Heaney...)
Texto de homenaje que escribí en el bicentenario
del nacimiento de John Keats
El Banquete
En 1992 fundé la editorial - es un decir, como diría J.M.Ullán - El Banquete, tomando prestado el nombre no de Platón sino de una revista juvenil de cuyo comité de redacción formó parte Marcel Proust, uno de mis autores predilectos desde siempre. A pesar de haberla concebido como un proyecto modesto pero al mismo tiempo ambicioso, las dificultades de todo tipo no me permitieron editar más que dos libros, los dos míos, Conversación en junio (1992) y Lo que han visto mis ojos (1993).
Por una rara carambola, en grado sumo irónica, uno de ellos - Conversación en junio, que venía de sufrir una oscura maniobra en un concurso casi recién establecido - llegó a ser finalista del Premio Nacional de Poesía correspondiente al año 1992 y, en la dos votaciones previas a la final, fue el libro más valorado por los miembros del jurado.
Docencia: Universidad Complutense de Madrid
Mi actividad docente universitaria ha transcurrido enteramente en la Universidad Complutense de Madrid, donde, a lo largo de 20 años, he impartido cursos sobre Teoría de la Literatura, Sociocrítica, Teoría del Texto Literario o másteres sobre Teoría y Práctica de la Lírica. Esas asignaturas formaban parte del área de conocimiento de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, cuyo impulsor y coordinador fue el catedrático, erudito y crítico Antonio García Berrio, quien, a su vez, dirigió mi tesis doctoral que se tituló Fundamentos para una teoría idealista de la creación poética. Las ideas básicas de este trabajo académico reaparecieron en mi libro Sentimiento y creación (Editorial Trotta), de título más sencillo y veraz.
Ajeno a los tejemanejes consabidos del mundo profesoral universitario, me centré exclusivamente en la docencia, mi pasión por encima de todo. Estoy inmensamente agradecido a la experiencia docente universitaria que me ha permitido conocer a montones de alumnos fabulosos, con los que he dialogado sobre las entrañas del fenómeno literario de la mano de los propios creadores y de los grandes pensadores y críticos de todos los tiempos.
Edificios de la UCM donde he enseñado
Madrid forever
Aunque burgalés de nacimiento, y en alguna medida soriano por mi infancia sanleonardesca, me considero también muy esencialmente madrileño puesto que vivo ininterrumpidamente en Madrid - y concretamente en el barrio de Chamberí - desde 1982. Es más, también hice la mili en Madrid, en la Academia de Ingenieros, situada en el barrio de Carabanchel, donde tuve la suerte de encargarme de la Biblioteca que tenía entre sus fondos la obra completa de Fray Luis de León, que leí por entonces con inmenso placer en mis ratos libres, que eran casi todos. Para madrileñizarlo todo aún más, mi equipo del alma es el Real Madrid, cuyos éxitos y fracasos vivo quizás demasiado intensamente.
Caminante empedernido
Me encanta caminar por Madrid, lo cual me hace sentir la ciudad como algo diariamente incorporado al latir de mi corazón, cuya sangre bombeada al ritmo de mis pasos conoce de sobra mis preferidas trayectorias. He pateado cientos y cientos de veces la ciudad, especialmente lo que acostumbro a llamar mis lares, es decir, mi barrio y los alrededores de mi barrio. Calles Santa Engracia, Eloy Gonzalo, Fuencarral, Gran Vía, Hortaleza, barrio de Chueca, Plaza del Sol, Goya, Serrano, Juan Bravo, Conde Peñalver, Martínez Campos, La Castellana, Paseo de Recoletos, Plaza de Colón, Génova, Sagasta, Alberto Aguilera, Princesa, Moncloa...Mientras paseo experimento la respiración como un masaje cerebral y muscular y la ciudad entra en mis venas como si tratara de cientos de vitaminas cordiales y celestiales. La consecuencia de todo ello es la experiencia de la felicidad del paseo y el amor por una ciudad, Madrid, que ya es, a todos los efectos, mi ciudad.
Imagen de la Gran Vía de Madrid, por la que paseo frecuentemente Otra imagen de la Gran Vía de Madrid, uno de mis preferidos santuarios Imagen del puente de Eduardo Dato, que atravieso en numerosísimas ocasiones Edificio Bankinter, de Rafael Moneo, a cuyo lado paso con frecuencia Plaza de Quevedo, mi barrio de toda la vida
Docencia: Recapitulación
32 años dedicado a enseñar a adolescentes y a universitarios ha convertido la docencia en mi segunda naturaleza, de la que no sé despegarme, ni siquiera en sueños. Ahora que ya no enseño, todavía reaparecen en mis ensoñaciones espacios de enseñanza, alumnos mágicos por aquí y por allá, pasillos esplendorosos, aulas luminosas, pizarras estelares y, sobre todo, convivencias creadoras de humanidad superlativa. No solo es gratificante la enseñanza universitaria, de más postín y relumbre, sino que también lo es la enseñanza secundaria, que no le va a la zaga en descubrimientos asombrosos sobre el acto milagroso de la educación, al que le debo la mejor expresión de lo humano que he podido conocer a lo largo de mi existencia.
Literatura: llamada y carrera
Me temo que es un dilema inevitable, atestiguado en la historia de las artes en numerosos casos sobresalientes. A la extraña decisión, casi adolescente, de entregarse a escribir desde temprano, sin saber muy bien por qué, le podemos considerar llamada, y dura toda una vida, hasta la muerte. A la conquista de beneficios con las obras que resultan de la llamada le podemos llamar carrera, y también puede durar hasta la muerte. Todos debemos escoger y nuestra vida puede muy bien consistir entre la obediencia a la sencilla y exigente llamada y a la dependencia de las cuestas y escarpaduras de la carrera. O intentar ser artista o ser trepa, como dijo el gran Scott Fitzgerald. Cada uno debe escoger y no es fácil y en eso consiste en buena medida la vida, también en este terreno: en la dificultad de escoger.
El eterno retorno de Claudio Rodriguez
Si no es una exageración decir que mi vida ha estado marcada por el encuentro con este poeta, en los últimos tiempos he intervenido en distintos actos dedicados a su memoria y debo interpretarlos como un retorno de su presencia viva, aunque haga ya tantos años que haya desparecido físicamente de nuestras vidas.
Intervine - otoño del 2011 - en la conferencia inaugural con motivo del homenaje que le dedicó su ciudad, Zamora, lo cual dio pie a una exposición retrospectiva de su vida y su obra.
Más adelante, en 2015, contribuí a la presentación de traducción al inglés de Alianza y condena, llevada a cabo por Philip W. Silver, y que se dio a conocer públicamente en el marco de las jornadas que cada dos años dedica Zamora al estudio y al conocimiento de la obra de Claudio Rodríguez.
El último acto de esta cadena en el que he intervenido ha sido la presentación - primavera del 2015 - en el Instituto Cervantes de Madrid de este gran libro de uno de los grandes poetas españoles de todos los tiempos.
Cómo llegar a ser lo que se es
Jubilado de toda docencia desde 2014, en la actualidad mi única actividad es la escritura y, ocasionalmente, la participación en algún que otro acto al que soy invitado, muchas veces en institutos de segunda enseñanza, lo cual de me devuelve con naturalidad a la docencia que, en lo más profundo, como ya he dicho, nunca me ha abandonado. Aunque de ahora en adelante mi única actividad es y será la escritura, he de decir que siempre he logrado compatibilizarla - no sin esfuerzos - con la docencia. En definitiva, como quería Nietzsche, vista con perspectiva la cuestión clave siempre es es cómo llegar a ser lo que se es.