Voy caminando con los folios
donde están escritos los poemas que voy a leer. Calle Eloy Gonzalo, glorieta de
Quevedo, Plaza del Conde Suchil, calle Alberto Aguilera, Universidad de
Comillas…Sol en la calle, del poniente de Moncloa, cribado por los filtros de
la sierra, que huelen a frescor primaveral. El salón de actos es magnífico,
sumamente acogedor. Hay bastante gente, mucha más de la que suele acudir a
estos actos, me dice Rafael Morales, que sabe mucho de esto. Carmen Ruiz de la
Elvira presenta el acto y Tomás Albadalejo expone algunas claves de mi poesía y lo
hace situándolas en el marco de la
Retórica, de la que él es un consumado especialista. Me encanta oírle hablar en
esos términos, con Aristóteles como padrino. Se trata de que un poema interese
inmediatamente al lector y le obligue a seguir leyendo. Dice que mis poemas lo
consiguen habitualmente. Las insistentes preguntas que hay en ellos contribuyen
a esa captación de la atención, asegura.
La lectura es intensa por mi parte y, en
ocasiones, demasiado emotiva, tanto que debo pararme en dos poemas. No me lo
esperaba. Nunca antes me había pasado. El público ha dado veracidad total a la
historia que forma parte de memoria. Son los oyentes los que han disparado la
emotividad y han bloqueado con su atención mi voz. Una oyente, Blanca, al verme
en dificultades, se ofrece a leer el poema Volver
a casa, de mi libro último libro publicado, Sorprendido por la alegría. La lectura suya es sumamente cálida, un
auténtico regalo. Se lo agradezco de veras y prosigo la lectura, ya sin sobresaltos,
hasta el final, rematada por poemas de mi último libro, inédito aún, Morir
en Hiroshima. ¿Sin sobresaltos he dicho? Cuando leo un poema de este libro,
y evoco lo que vi y viví en esa ciudad lejana, noto un cosquilleo por dentro
que se acerca al fin de la voz, al silencio que solo necesita volver a sus
orígenes, los de la contemplación que no sabe nada y lo sabe todo, como digo en
un poema mío…
Un pequeño coloquio, ordenado por
Angelo Valastro, me obliga reflexionar sobre mis poemas o el efecto que
han producido en los oyentes. ¿Sabemos lo que escribimos cuando escribimos?,
pregunta Angelo, citando a Alda Merini. Se remite a un breve poema mío de Sorprendido por la alegría, cuyo
protagonista es mi madre, entre ausente, lejana e inescrutable. ¿Era así mi
madre? No lo creo, pero el poema me salió así, recordándola en su posición de
contempladora silenciosa, observando desde la ventana lo que ocurría afuera, si
es que ocurría algo en aquel pueblo en el que la sitúa mi memoria infantil. Mi
contestación a Angelo es afirmativa: sí creo saber lo que digo en ese poema
pero también digo que, si debiera escarbar, tal vez me dirigiera a territorios
que prefiero dejar oscuros. ¿Qué territorios serían esos? ¿Los de la soledad de
mi madre? ¿Los del vacío de su existencia? ¿Los del vacío del escenario que
contemplaba, seguramente desierto casi siempre?
¿Le dolería ese desierto? ¿Le dolería su soledad? Le preguntaré a Alda
Merini, a ver qué dice ella, ya muerta, como mi madre. ¡Qué locura querer saber
algo de alguien que ya ha muerto! Espero
que me perdonen tanto Alda Merini como mi madre, las dos ya muertas. ¿Alguien
querrá saber algo de mí cuando ya esté muerto?