DUBLÍN I07-09-2019
Unos días en Dublín, ciudad que no conocía. El tiempo es equivalente a la primavera de Madrid, más o menos. Se puede ir en mangas de camisa, tranquilamente, pero hay que llevar un jersey por si acaso al anochecer enfría y, si la previsión anuncia lluvias, es inexcusable un paraguas. La luz es también primaveral pero con ese añadido de tribulación norteña, que quiere decir nubes densas errantes, vientos a veces silbantes, y una especie de presentimiento de una cualidad que solo porcede del Norte, ahora con mayúscula. Recuerdo que a comienzos de los 80 los chicos de Trieste - la editorial Trieste - valoraban mucho el Norte, e incluso creo haber oído un título así, Norte, para un libro de poemas. ¿Lo escribió alguien? Para mí el Norte no era Burgos, mi ciudad, también algo norteña, sino Santander, Cantabria, que visitaba mucho entonces por razones familiares. La luz de Dublín tiene algo que ver con la de Santander en primavera, sí, con ese verdor que está en los parques y esa transparencia limpia que está en las nubes errantes. El mar aún no se ve, pero está cerca el mar en Dublín, forma parte de su naturaleza. La primera impresión es "ciudad de provincias", poco más o menos. Así lo pienso, quizás exageradamente. Ciudad pequeña, donde todo el mundo se conoce. ¿Será así? En realidad me estoy dejando llevar por Joyce, al que sigo la pista últimamente, de una manera en cierto modo obsesiva. En Ulises, su (gran) novela, todo el mundo se conoce, y quizás de ahí haya sacado yo la impresión del provincianismo de Dublín. Todos se topan en la calle, y todos saben algo de los demás, y, por esa razón, yo me veo convertido en un personaje de la novela, sin querer. A fin de cuentas, yo soy irremediablemente provinciano, aunque viva en Madrid hace ya ¡37 años!, casi nada. Pero el gen provonciano me acompaña siempre y, en cierto modo, yo hago de Madrid una ciudad de provincias, aunque nunca me encuentre en la calle a nadie conocido. Tampoco en Dublín, obviamente, me encontré a nadie conocido, de no ser a la sombra de Joyce errante por las calles, por Grafton Street, sin ir más lejos. Apostado en una farola, enfundado en un abrigo, encendiendo una cerrilla, prendiendo fuego a un cigarrillo, soñando con Nora Barnacles, a la que acaba de conocer...Hacía casi frío, la noche se echaba encima, la calle se animaba con festejos callejeros, me sentía como en casa, quizás en Burgos, quizás en Santander...Oh, sí, era la memoria, siempre es la memoria, y siempre son los senderos que se cruzan en la memoria.