Entrevista con Juan Manuel Bonet11-08-2017
Me atrajo especialmente una
cosa que dijo Juan Manuel Bonet en una entrevista que leí ayer o anteayer, casi por casualidad,
en el digital de El País. Defendía al
unísono la pintura de Morandi y la de Rothko, es decir, una figuración
ensimismada y extrema llevada a cabo en los extrarradios absolutos de las modas
neovanguardistas triunfantes en todo el mundo, y, al mismo tiempo, una abstracción
absoluta y radical, pero también ensimismada, y también mística, como lo fue la
figuración de Morandi. Dos pintores místicos pertenecientes a dos corrientes
enfrentadas por los comerciantes y sus acólitos los críticos que deciden
tendencias. Morandi tenía todas las de perder, pero era grande en su soledad
radical, y Rothko tenía todas las de ganar, pero también era grande en su
soledad radical. Pintores primos hermanos, a pesar de que los enfrentaran las
valoraciones interesadas que rodean al mundo del arte y siempre colindantes –
por desgracia – con el dinero que pueden llegar a valer las obras convertidas
en moda o en tendencia dominante. Bonet recordó esa compatibilidad, invocando a
Sarduy, del que no recuerdo haber leído una sola línea, y eso a pesar de que viniera
avalado en su día por Barthes, gran crítico del que fui devoto y por el cordial
Rafael Conte, del que también fui devoto desde mis tiernos años en que devoraba
el suplemento amarillo de Informaciones,
que él dirigía.
Mientras leía recordé al instante que yo mismo había defendido esa
hermandad entre esos dos grandes pintores en un libro mío titulado Conversación en junio (1992). Lo hice
dedicándoles dos de mis mejores poemas, Tazón
real, alcuza iluminada se titulaba el dedicado a Morandi y Los sembrados y el mar, el dedicado a
Mark Rothko, escrito después de haber visto en la Juan March una exposición
impresionante dedicada a su pintura. Corría el otoño del año 1989, creo
recordar.
Precisamente Bonet – cuando ya
habíamos dejado de ser amigos, ¡cruel vida! – había escogido el poema mío sobre
Morandi y lo había colocado en el texto que escribió para una exposición del
gran solitario de Bolonia en la Thyssen. No pude agradecérselo porque ya no nos
veíamos pero al leerle el otro día se me removió esa entraña que dice: la
emoción circula, los prejuicios se desintegran, las marañas se desenredan, el
afecto vuelve…¡Y todo gracias a la pintura!