Los sentidos de las artes19-02-2016
He escrito poco en mi vida sobre
pintores aunque la pintura haya sido y siga siendo importante en mi vida. Adoro
a los pintores, me entusiasma seguirlos y me siento muy cerca de ellos. Cuando
he escrito sobre cuestiones de estética y teoría literaria, siempre los he
tenido en cuenta. En mi libro Sentimiento
y creación (2007) hay reflexiones sobre Morandi y Monnet, creo recordar
(sobre el primero, seguro). En mis poemas, siempre los he tenido en cuenta. En
mi libro Conversación en junio (1992,
aunque escrito en 1988-89), hay una sección entera dedicada a pintores como
Rothko, Zurbarán, Tiziano, Morandi y Chardin. En Sorprendido por la alegría (2013), hay un largo poema dedicado a
Rembrandt.
Uno de mis sueños cuando he pensado en problemas
de estética es conseguir establecer puentes entre las artes. Los griegos ya se
ocuparon de ese problema, el poeta latino Horacio también y después todos los
teóricos del Renacimiento. Fueran cuales fueran sus ideas, lo que latía y sigue
latiendo es que entre las artes hay vínculos evidentes aunque, a veces, no sea
fácil explicitarlos y – menos – justificarlos teóricamente. En el citado libro Sentimiento y creación había un
capítulo entero dedicado a ese problema que titulé La hermandad entre las artes. En uno, aún no publicado y también deteoría, titulado La voluntad de crear, hay un capítulo entero en el que conviven
pintores (Cézanne, Klee, Matisse), músicos (Bach, Messiaen), arquitectos (Mies
van der Rohe, Peter Zumthor), escritores (Henry James). Por tanto, se puede decir
que el sueño al que antes he aludido me persigue aún, y creo que me perseguirá
siempre. Los creadores son diversos, las artes que representan también pero hay
algo profundo que los une a todos y demostrar eso, argüirlo, justificarlo es el
sueño al que me refería. Nunca habrá respuestas totalizadoras a esa cuestión
pero sí las habrá parciales, y en eso ha consistido parte de mi trabajo como
teórico (a regañadientes, tendría que añadir, porque no me gusta nada la
solemnidad de semejante atribución).
Pues bien, recientemente visité en la Fundación Maphre - creo que fue en
ella – una exposición sobre el pintor Pierre Bonnard. Reunía una serie de
cuadros muy representativos del pintor francés, unos buenos, otros buenísimos y
otros sencillamente malos. La categoría de un creador siempre procede de sus
lados más altos, y nunca de sus lados más mediocres. A Cervantes le juzgamos,
fundamentalmente, por El Quijote y no
por Los trabajos de Persiles y Sigismunda,
que nadie ha leído, empezando por mí. Es una lección que aprendí hace mucho del
gran Ezra Pound. Decía en uno de sus libros de crítica y teoría: “A un poeta
hay que juzgarle por sus poemas mejores, no por los peores”. Más tarde descubrí
que esa idea ya la había sostenido el no menos grande Samuel Taylor Coleridge.
Aseguraba este que en todo poema podemos advertir momentos más decaídos pero
eso no elimina la altura de los más logrados (Coleridge estaba pensando en
poemas largos, como muchos de los que él mismo escribió).
Me atengo por lo tanto a lo mejor de Bonnard, que es excelente,
magnífico, extraordinario. Especialmente esos cuadros de intimidad doméstica,
donde está en juego la vida corriente, la que a veces no consideramos la única
y real vida grandiosa que nos toca vivir, puesto que la secuestramos y la
sometemos a la evaluación, y consiguiente menosprecio, de no se sabe qué otros
momentos dorados de la vida, los excepcionales, los supremos, y esos ¿dónde
están? Apenas existen, porque los únicos que existen de verdad son los otros,
los de la vida diaria vivida con una intensidad íntima, tal como demuestra
haberlo hecho Bonnard en sus cuadros. La escena de la comida, por ejemplo,
muchas veces pintada. ¡Exacto! Un momento del día a día convertido por la
mirada del pintor en un momento supremo. Los utensilios, la cubertería, la
vajilla, la comida, los comensales, los rostros, los colores explosivos,
alegres, exuberantes, pero, a la vez, comedidos, no estridentes, no
exageradamente expresionistas (por decirlo así). Por no hablar de las escenas
de sexo, tan bien sugeridas, tan sensualmente recreadas, sin la crudeza arrebatada
de un Schiele, pero con no menor intensidad. Realmente excelente, magnífico,
extraordinario.
Y esto me lleva, para concluir, a un recuerdo. Hace muchos, muchos años
– como cantaba Santiago Auserón, con su voz triunfalmente generacional- pude
escribir en la maravillosa, minoritaria, secreta y casi clandestina revista de
arte BUADES un artículo sobre Pierre Bonard. Era la época en que dirigía la
revista María Vela Zanetti (a la que no he vuelto a ver desde entonces,
¡maldición!). Lo titulé EL OLOR DE LA PINTURA y se trataba de una especulación
sobre los vínculos sinestésicos entre las artes, un problema que ya había
lanzado a la palestra los simbolistas – por ejemplo, Rimbaud – y Valle-Inclán entre nosotros (léase su gran La lámpara maravillosa). No he vuelto a
releer aquel artículo mío pero lo traigo a colación ahora, después de haber
visto la exposición de Bonnard, y haber podido contemplar sus cuadros, con suma
admiración. Sí, sus comidas huelen, y los cuerpos también, y todo lo que pinta.
La pintura, desde la vista y el color, penetra en el resto de los sentidos,
incluso se oye, es también música, y tacto, y gusto. No hay barreras entre los
sentidos como no hay barreras entre las artes. Y ese es precisamente uno de los
sentidos del arte.