Los últimos días de Freud18-01-2017
En una sala recoleta de Madrid –UNIR
Teatro -, cerca de mi casa, en la calle Arapiles, asisto a la representación de
una excelente función de teatro, obra de Mark St. Germain. La sala es pequeña y predispone, junto con la escenografía, a un ambiente cálido y casi hogareño, puesto
que el salón parece la prolongación del mismo salón de mi casa que acabo de abandonar.
En ese otro salón, dos actores – buenísimos ambos - representan un encuentro
entre Sigmund Freud (Helio Pedregal), ya exiliado en Londres, y un escritor y profesor inglés, C.S.Lewis
(Eleazar Ortiz). Muchos años les separan y también dos visiones del mundo muy
diferentes, marcadas por el hecho decisivo que se dilucida en el drama: Freud
es un ateo recalcitrante y Lewis es un creyente al que se le apareció la fe de
la noche a la mañana, como a Pablo de Tarso. El contexto, además de la vejez
enferma de Freud, con su terrible cáncer de boca produciéndole terribles
dolores, es la 2ª Guerra Mundial, con los bombardeos de la aviación nazi
cebándose con las ciudades inglesas, y señaladamente con Londres. A pesar de
eso, la confortabilidad de la estancia es absoluta, lo cual provoca un
contraste dramáticamente fructífero, que incluso avisa de la psicología de los
dos personajes, más templado Freud, más
descontrolado Lewis.
Me asombró descubrir que el mero diálogo de
dos personajes me cautivara de tal modo que no notara en absoluto la duración
de la representación, sino todo lo contrario. Creo que hubiera seguido
oyéndoles hablar horas y horas, pues, a fin de cuentas, lo que la función
representaba en sí misma era el diálogo como instrumento máximo de la
comunicación humana. De esa interacción
perfecta, hecha de numerosas tensiones, surgía el placer mismo e incluso de
ella surgía una especie de nostalgia que a mí me hizo soñar en un diálogo
semejante, pero en la vida real, aunque no supiera con qué amigo o amigos
pudiera entablarlo. Sin querer, creo que pensé que yo había perdido hacía
tiempo ese diálogo, de esa intensidad
apasionada, y, sin darme cuenta, veía en
los personajes sobre el escenario la posibilidad de recuperarlo. Insisto: ¿con
qué amigo o amigos?
Entre tanto, Freud exhibe en la función su
ateísmo con valentía, máxime teniendo en cuenta que sobrepasaba los ochenta y
estaba fatalmente enfermo del cáncer que venía padeciendo desde hacía 16 años.
La inminencia de la muerte no le apeó en absoluto de su descreencia, y a esa
firmeza la llamo valentía, pues es sabido que cuando se aproxima el final la
debilidad humana busca agarraderos para
paliar los efectos demoledores de la Nada que llama a la puerta. Freud había
calificado de delirio colectivo a las creencias religiosas, y es esa convicción
la que espeta una y otra vez a un crédulo Lewis, quien, por su parte, hace
alarde de su fe de un modo sumamente convincente, sin caer en los temibles
martillos de los extremistas cristianos. Por el contrario, su creencia se tiñe
de una civilidad contagiosa, perfecto contraste del ateísmo de Freud. La fe
tiene sentido, la fe encarna una emoción
asociada a la aventura de alguien que predicó el amor y la dignidad humana por
encima de todo, viene a decir Lewis. Freud se distancia educadamente de ese
credo del amor absoluto al prójimo, tal
como había escrito en su portentoso y desolador El malestar de la cultura. Por el contario, reivindica el derecho a
odiar al prójimo que se lo merezca, sumamente
indignado ante el extremo irrealismo del credo de Jesús, del que se hace eco
Lewis.
Ese tira y afloja se mantiene hasta el
final, después de que Freud pase una de sus terribles crisis en el escenario,
quitándose la prótesis que tenía en la boca, en medio de alaridos de dolor y
una sangre que se intuye (fabulosa delicadeza de Tamzin Towsend, la directora
de escena). Lewis asiste a la escena atónito e impotente. Los bombardeos
acechan, la muerte acecha. Freud moriría pronto, después de que, a petición
propia, su doctor le inyectara una potente dosis de morfina, y Lewis siguió
escribiendo y algunos de sus libros llegaron a mis manos en los ochenta,
incluso antes. Cuando termina la función, me cuesta
desligarme de la atmósfera del escenario, de sus cálidas luces, del espíritu
conversacional que ha triunfado en él. Y hasta de Londres me cuesta desligarme,
como si hubiera vivido en él aquellos años, y me perteneciera aún y para
siempre su fragilidad amenazada.