MIS PASOS AL AMANECER27-12-2017
Decido sobre la marcha venir caminando desde la casa de Bel hasta
la mía, barrio de Chamberí. Unos siete kilómetros, más o menos. Una hora y cuarto
de hora andando, aproximadamente. La mañana es limpia y soleada, aunque con un
sol al que le cuesta traspasar las nubes invernales. Como siempre, decido
escoger el camino que me garantiza esa lámpara en mi cara, a la que, a esas
horas, puedo mirar directamente sin que se quemen mis ojos. Me cruzo con poca gente
por la calle. Una mujer esplendorosa hace valer su superioridad con una
excesiva garra, sin demasiados ojos que le rindan pleitesía. Desciendo por una
calle ancha, donde el sol sigue protegiéndome. Decido girar por un sitio que me
garantiza retorno, eterno retorno. Paso de largo pero no dejo de mirar.
Emprendo una cuesta muy conocida, y sigo mirando y recuerdo. ¿Qué fecha? Sin
poderlo explicar se cruzan en mi mente mis amigos de entonces, que ya no lo
eran por aquellas fechas. ¿Por qué? Recuerdo a una alumna vestida con una chupa
de cuero, sus labios rojos de un carmesí llameante. Me atrajo ese rostro. Ella
nunca supo lo que yo llegué a saber del drama familiar que llegó a vivir. Recuerdo
que le –les - comenté poemas de Seamus Heaney el día que le dieron el premio
Nobel. La linterna del espino, título
precioso, y edición preciosa de Faber, que copié descaradamente para mi Conversación en junio, en aquella época
de muy estricta y rigurosa soledad. Se me ocurre la idea peregrina de que los
setos de romero y espliego que veía a diario me inyectaban dosis sobrehumanas
de felicidad, quizás porque me inyectaba con ellos infancia, aun sin saberlo
(¿o sí lo sabía?).
Sigo caminando
frente a ese sol tibio del amanecer invernal y me llaman por teléfono. Lo cojo y
es Javier, de Alianza. La conversación gira sobre John Keats, mi dedicación última. Resulta que – me dice –
Julio Cortázar, en su Vuelta al día en
ochenta mundos, le dedica a uno de
mis poetas preferidos de toda la vida toda una exclusiva reflexión. No lo sabía
pero sí sabía que había traducido aquella biografía…¿Cómo se llamaba? Seamos
honestos: no lo recuerdo, y se lo digo (y no busco ahora a propósito, dejo
constancia de la laguna aquí). Me recuerda una cita impresionante que deslumbra
a Cortázar, una de las más grandes que he leído jamás de nadie, y que he
comentado muchas veces con mis alumnos universitarios. El gorrión que se
acerca, y picotea, y la efusión entusiasta que produce una identificación
absoluta con él…(no tengo la cita a mano, y no la busco a propósito).
¿Cómo fue posible si
era tan joven? Una explicación posible: genialidad, sin más. Crujen las
articulaciones de todas las teorías posmodernas pero no hay más remedio que
acudir al viejo concepto: genialidad, portentosa inventiva, portentosa
capacidad de comprender lo más importante y esencial a tamaña edad, la edad de
Nacho, mi hijo pequeño. Sigo caminando, ya sin mi interlocutor, y mis pasos
resuenan en todas las direcciones y mi conciencia no da abasto, porque son
muchas las direcciones, y todas conviven armoniosamente. ¿Vuelven los setos de
romero y espliego? ¿Vuelve esa felicidad? Recuerdo el entusiasmo, como Keats
con su gorrión (o como Claudio Rodríguez con el suyo). ¿Qué más? El sol no
acaba de salir, hace frío, sí, sí, recuerdo los gorriones que picoteaban el pan
que les echaba mi tía al amanecer, en Burgos.
¿Algo más? Me
empujan mis pasos, me expulsan de mí mismo, me arrojan a la realidad que me
rodea, me fundo con ella, sigo la lección de Keats, intento seguirla…