Pla y sus enemigos13-02-2016
Cuando fui profesor de
adolescentes en Barcelona – mejor dicho, en Sabadell, alrededores de Barcelona
-, viví una situación incómoda con un alumno, de origen sureño, que me dejo
perplejo, por no decir cosas peores. La
anécdota fue la siguiente: me dio por elogiar a lo bestia en clase a Josep Pla,
al que leía por entonces con pasión y cuyos libros buscaba en las librerías de
viejo de Barcelona con parecido frenesí. Ya que vivía en Barcelona, quería
rendir tributo a un gran escritor que había vivido en Barcelona en sus años
mozos y de cuyas peripecias en la urbe había dejado constancia en su Cuaderno gris, su libro de referencia entonces y
ahora.
Obviamente, Pla no tenía nada que ver con
el programa oficial pero la literatura está muy por encima de los programas y
yo, que ya por entonces amaba la literatura por encima de casi todas las cosas, me lancé
en picado a poner por las nubes al exquisito y estoico escritor ampurdanés.
“¿Habéis entendido, chicos?”, les pregunté.
“¿Entendéis esta clase de amor, criaturas?” “¿Sabéis algo de este solitario ampurdanés, que habló como nadie de las cosas corrientes que son la
salsa de la vida?” “¿Eh, chicos?”.
Eran alumnos de lo que entonces se llamaba COU, el curso anterior a la
Universidad. Los chicos eran unos
mocetones de abrigo y las chicas unas gráciles y prometedoras mujeres de un
futuro inminente que les pertenecía, casi con toda seguridad. Todos, chicos y
chicas, eran en general muy educados, como casi siempre han sido todos los
alumnos de estas edades a los que he
tenido la suerte de poder tratar y a los
que he pretendido enseñar algo. Les estaré eternamente agradecido a esos
testigos de mi experiencia vital, y a sus ojos que miraban sin saber por qué
miraban y sin saber yo lo que pensaban y sentían, porque, realmente, nunca se
llega a saber lo que piensan y sienten los demás en casi ninguna situación, y menos en la que
despliega la docencia, muda en los retornos y secreta en las fugaces creaciones que desaparecen sin
dejar huella (¿o si la dejan?). Su mirada reverbera ahora en forma de emoción,
casi como esas geniales ondas gravitacionales que acaban de llegar a la tierra
después de un largo viaje de 1.300 millones de años luz.
Pues bien, unos de aquellos mocetones, después de mi proclama apasionada
en favor del gran Pla de Palafrugell - ¡visitad su masía, como quien peregrina
a un manantial! -, elevó la voz para recriminarme por elogiar de tamaña manera
apasionada a un escritor que no sé si calificó de fascista, o algo parecido.
Desde luego sí que le tachó de nada nacionalista, lo cual le desacreditaba del todo y le hundía en una especie de infame deserción de una causa que ya por entonces
hacía sonar fuerte sus fanfarrias y había calado, por lo se veía, en corazones
juveniles como aquel que, obviamente, no sabía muy bien lo que decía, pero lo
decía para granjearse la simpatía de los jefes que imponían su criterio en los
ambientes cegados por las banderas.
Discutí con él, intenté
convencerle de que, incluso si Pla no era el nacionalista que él deseaba, sí
era un gran escritor, que además escribía en catalán, la lengua madre de los
nacionalistas catalanes, la madre del cordero de su fábula nacional, su
verdadero talismán y joya suprema…
¿No te basta?
Claro, no le bastaba porque, al ser
nacionalista, aunque casi barbilampiño, detestaba
que un catalán escribiera en catalán pero no hiciera suya la religión
nacionalista ya en construcción, una de cuyos básicos pilares consiste en
expropiar de legitimidad a todos los catalanes que hablan en catalán pero no
practican la religión que los nacionalistas (ahora independentistas) han
cimentado en torno a ella, con todas las liturgias y dogmas característicos de todas las religiones.
Repito, no hubo manera, y el gran Pla de
Palafrugell quedó allí emparedado entre mi visión y la del pobre chico,
empeñado en desterrarle y condenarle y excluirle, por ser mal catalán, creo.
Los demás, no sé si atónitos, no dijeron nada, tal vez porque ya se incubaba en
el ambiente un cierto miedo a disentir de la opinión dominante en ciertos
círculos, lo más folloneros, altisonantes y con poder. Con toda seguridad, este chaval, ya hombre
maduro, formará parte de las huestes independentistas que tanto nos divierten hoy
día con sus soflamas y sus delirios redentores. ¿Será de ERC? ¿Será de las CUP?
¿O será seguidor de Mas, el destronado líder del Pueblo Catalán Esencialmente Puro,
Laborioso, Ahorrador y Grande?
Pues bien, mi asombro no tuvo límites ayer cuando leí que una desnortada
cátedra de la Universidad Complutense – Universidad de la que he sido profesor buena parte de mi vida docente – había decretado que Pla debía desaparecer del callejero de
Madrid porque había sido afín a las huestes victoriosas de Franco. Me
estremecí, pensé inmediatamente en aquel alumno, y me produjo una contorsión
psicológica y estomacal muy aguda la existencia de esos inquisidores del s.XXI, fabricadores en
su covacha universitaria de semejantes
desatinos agresivos e ignorantes, capaces de decretar que escritores como Pla
sean expulsados como apestados del escenario onomástico de la ciudad en la
que vivo desde hace 34 años y a la que amo mucho, por no decir muchísimo.
35 años después he vuelto a ver a
mi alumno echando a Pla de su país y su
lengua, y también echándole de su dignidad y de su categoría literaria. Por
suerte, aquella incuria salvaje no prosperó del todo y por suerte esta otra
incuria, no menos salvaje, va a quedar - al parecer, toco madera - en agua de borrajas. Pero aquella piedra
se lanzó y esta otra se ha vuelto a lanzar, lo cual significa que ese
pensamiento anda errante por ahí, quizás a la espera de mejores oportunidades.