Publicado por: Ángel Rupérez


Ángel Rupérez  Decía el gran poeta Paul Celan que escribir poemas era como echar una botella en el océano con la esperanza de que llegara a algún lector que pudiera ser afectado por ese mensaje en su más íntimo corazón. Parafraseo, cierto, pero no malinterpreto ni falsifico ni, por supuesto, "deconstruyo". Siempre me han conmovido esas palabras y me han parecido justas y precisas y las tengo presentes siempre. Al decidir escribir aquí, en este blog, en la inmensidad del océano cibernético, sin más apoyo que mi palabra, siento algo parecido a lo que decía Celan. Una botella en el océano, el azar del otro que se cruza en el camino y con el que se entabla una comunicación inesperada. Nunca escribimos para nosotros mismos, siempre lo hacemos pensando en los otros que pueden acercarse a nuestra realidad encarnada en palabras. 
    Una botella en el océano equivale a una palabra dirigida a alguien para que ese alguien se sume a un encuentro que tiene lugar en silencio, el silencio de la lectura, el que nos lleva a sintonizar - o no - con ese otro que nos habla de esa manera. Si conectamos con su espíritu, permanecemos fieles y, si no, lo dejamos, a veces desilusionados porque esperábamos algo más. ¿Quién no ha vivido esa experiencia? ¿Quién no se ha acercado a ese otro esperanzado y no ha acabado de encontrar en él lo que buscaba? Nos pasa muchas veces en la vida diaria y nos pasa con frecuencia en esa otra forma de comunicación que llamamos literatura (o arte en general).Escuchamos esa música y nos transporta a dios sabe dónde, provocando en nosotros una agradecida sucesión de emociones, a las que no sabríamos poner nombre. Vemos ese cuadro y nos quedamos perplejos, inmovilizados, dispuestos a permanecer frente a él el tiempo necesario, como Van Gogh dijo del cuadro de Rembrandt (siglos y siglos frente a él, y no cansarse nunca, vino a decir). Vemos ese edificio y nos sentimos poderosamente atraídos, subyugados por esas formas o por esa habitabilidad increíble, pensada exactamente para hacer feliz a la gente y generar un poderoso sentido de vida a lo grande, en el espacio de esas paredes que recuerdan a un paraíso habitable, sencillo, cómodo, de verdadera casa soñada. Leemos ese poema, o esa novela, o ese drama, o esa filosofía, y nos sentimos como en casa, asombrados, agradecidos, ilusionados, alegres, o también afectados por la sombría proyección de esa experiencia, de la que no nos apartamos un ápice, aunque sea dura e inhóspita, porque, a la vez, está dotada de la intensidad pegajosa del arte verdadero. ¿Quién no ha vivido eso? Lo vivimos todos los días, cada vez que nos enfrentamos a los maestros que más perseguimos y admiramos o a las sorpresas que nos encontramos y que nos sacuden y alertan: ojo, eso está bien, eso es verdad, ese poema habla por sí solo, esa narración tiene vida, aunque no conozca a sus autores o no supiera nada de ellos con antelación.
   Sin embargo, también vivimos lo contrario, la contrariedad de no poder conectar o no poder seguir esa huella trazada sobre una superficie que nos atrae: lienzo, aire sacudido por las notas, espacio urbano a los ojos, novela o poema en las manos, sentados en el sillón. Son botellas lanzadas al mundo oceánico para encontrar o no receptores que encajen con ese espíritu oculto. A veces conectamos y a veces no. A veces también abandonamos, nos vamos, no queremos seguir esas pautas. Nos decepcionan, no son nuestras, son para otros, ¡que los habrá!.
    En esas estamos. Pizcas lanzadas al mundo para encantar o desagradar, para ilusionar o decepcionar, para enaltecer o degradar, para entusiasmar o desapegar.
  ¡Bienvenido sea el océano de las artes! ¡Bienvenido sea este océano internáutico! Para bien o para mal, viajemos en él, aunque solo sea para ir a la vuelta de la esquina, donde me aguardan mis seguras presencias, a las que amo con locura.

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